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Las virtudes teologales en la senectud



La sociedad actual, marcada por sus relaciones comerciales y de consumo, ha dejado a la deriva la importancia de lo verdadero, lo bueno y lo hermoso; es decir, la contemplación de nuestra vida y nuestra familia, y esta comunidad humana se olvida a nuestros primeros padres: nuestros ancianos.

¿Qué puede albergar el corazón de nuestros abuelos? El conocimiento que se adquiere en una vida que reflexiona constantemente sobre el pasado y se cobija en la esperanza de la Eternidad.

La Iglesia ha sido constante en sus enseñanzas sobre las virtudes teologales. Estos buenos hábitos donados desde el Cielo y presentes al final de nuestra vida son la fe, la esperanza y la caridad.

La fe en la senectud ve a Nuestro Señor Jesucristo vivo, la esperanza en la vejez contempla el Sepulcro Vacío y a Cristo resucitado, la caridad se manifiesta en el amor salvífico del Hijo que conduce al Padre y de la caridad entre sus criaturas predilectas sobre toda Su creación: los hombres.

La Iglesia católica ayuda a entender a nuestros ancianos que por el Bautismo «han sido sepultados con Cristo en la muerte, para que “así como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también [ellos] lleven una vida nueva” (Rom. 6, 4) (…)». Asimismo, la «esperanza, en efecto, hunde sus raíces en la fe en esa presencia del Espíritu de Dios, “que resucitó a Jesús de entre los muertos” y hará revivir nuestros cuerpos mortales (Rom. 8, 11)»[1].

¿Y la caridad? ¿Podemos decir que hoy la caridad (el amor) de nosotros hacia nuestros ancianos es permanente? La Iglesia no es ajena a la realidad de la sociedad: «En una sociedad donde reinan el egoísmo, el materialismo y el consumismo, y en la cual los medios de comunicación no contribuyen a disminuir la creciente soledad del hombre…»[2]; sin embargo, es la Iglesia, Madre y Maestra, quien nos recuerda que la «”caritas” cristiana se ha hecho cargo de sus necesidades, suscitando distintas obras al servicio de los ancianos, sobre todo gracias a la iniciativa y a la solicitud de las congregaciones religiosas y de las asociaciones de laicos»[3]. Además, el llamado no se agota en la comunidad cristiana, sino que alcanza a los «individuos, familias, asociaciones, gobiernos y organismos internacionales, según las competencias y deberes de cada cual y de acuerdo con el principio, tan importante, de subsidiariedad»[4].

San Juan Pablo II rescata en los ancianos su sabiduría, porque ellos son «depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social[5]». De aquí que el diálogo entre ancianos y jóvenes sean fructíferos, porque revela una mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las generaciones entre sí[6].

Por ello, nos dice el Santo Padre que «es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad»[7], donde «valores como la gratuidad, la entrega, la compañía, la acogida y el respeto por los más débiles representan un desafío para quienes desean que se forme una nueva humanidad y, por tanto, también para los jóvenes[8]».


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[1] Pontificio Consejo para los laicos, La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo.
[2] Pontificio Consejo para los laicos, op. cit.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] San Juan Pablo II, Carta a los ancianos, 10.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.
[8] Pontificio Consejo para los laicos, op. cit.