La crisis y su origen
En la actualidad podemos apreciar
una crisis en la moral y la religión cristiana que menoscaba la identidad y
responsabilidad del católico en el espacio público, y la legitimidad de sus
argumentos en un escenario plural y democrático: el relativismo gnoseológico y
moral, y el laicismo político, cuyo origen es “el eclipse del sentido de Dios y
del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el
secularismo, (…) perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el
sentido del hombre, de su dignidad y de su vida”[1]. Esta crisis, creemos,
embulle y aleja al católico del reconocimiento y defensa pública del orden
natural vinculado a la vida, el matrimonio y la familia, querido por Dios, y de
las acciones impostergables para que Cristo reine en el orden temporal, social
y político.
Primera crisis: El relativismo
gnoseológico y moral
En líneas generales, todo hombre
por naturaleza anhela conocer la verdad, porque aprehende la naturaleza de las
cosas y la naturaleza humana, debido a su capacidad de conocer la esencia de
las cosas y del hombre, permitiéndole diferenciarlos por su individualidad y
trascendencia.
Suprimir esta dimensión
teleológica significa someter a la persona humana a un relativismo gnoseológico
y moral, cuyo subjetivismo se vale de la política o el aparato estatal para una
“reingeniería social”: aborto, ideología de género, “matrimonio” homosexual,
derechos sexuales y reproductivos, eugenesia o eutanasia, contrarios al bien
común.
Segunda crisis: el laicismo
político
La relación entre la política y
la religión dio frutos prodigiosos al mundo, y la doctrina católica no avala su
separación, porque la Historia atestigua que en la civilización cristiana se
tutela el bien común, síntesis inmanente (mutua ayuda entre los hombres) y
trascendente (vivencia de la fe cristiana en comunidad para la salvación); es
decir, la alianza entre el Trono y el Altar.
En Occidente, el fundamento que
evidencia una sana relación entre la religión y la política está en las
palabras de Nuestro Señor Jesucristo ante la pregunta sobre a quién tributar:
“lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios”[2]. Estas palabras
fueron base para la concepción teológica social del Corpus Mysticum, vinculado
a la vida virtuosa en la fe y la salvación de las almas, y aunado a la
concepción organicista comunitaria del mundo clásico greco-romano, otorgando
base a la Cristiandad o la armonía entre la auctoritas sagrada de los
pontífices y la regalis potestas de los príncipes, en las que Christus vincit,
Christus regnat, Christus imperat.
El orden cristiano fue herido por
tesis revolucionarias cargadas del orgullo que lleva al odio o negación del
orden metafísico y religioso, propio del liberalismo; y la sensualidad, cuya
rebeldía aboga por el igualitarismo contra toda ley divina, humana,
eclesiástica o civil[3]. Es menester, por citar algunos, referirnos a Guillermo
de Ockham y su nominalismo, la separación de la política y la religión en
Marsilio de Padua y su Defensor Pacis, el pesimismo antropológico de Martín
Lutero y su teoría de los dos reinos, el “iluminismo” de los enciclopedistas, o
renacentistas y contractualistas como Maquiavelo, Hobbes, Rousseau o Locke, o a
John Stuart Mill o Adam Smith en el confiado utilitarismo y el “sano” egoísmo,
o el determinismo histórico e igualitarista de Marx, que configuraron el culto
al hombre por las sendas del racionalismo y la autonomía de la voluntad, cuyas
consecuencias generaron los totalitarismos del s. XX.
El laicismo político en nuestras
días no hace más que seguir negando el ejercicio de la religión en el espacio
público democrático y plural como derecho y deber de toda persona, y separa al
Estado de la Iglesia; además, obliga a reducir la fe a la conciencia privada o,
peor aún, es irrelevante en el debate público que motiva una decisión jurídica
o política (ejecutiva, legislativa o judicial). De este modo, esta ideología
proclama un escenario político neutral de toda religión o sin superstición; es
decir, niega el dogma del Reinado Social de Cristo.
Una breve respuesta ante la
crisis
¿Qué merito tiene un católico si
no defiende la Verdad? Para nosotros ir contra corriente en un mundo laicista y
secularizado es un imperativo impostergable, porque proclama incesantemente una
vida Deus non daretur, como si Dios no existiera, y exige expulsarlo de la
vida, del matrimonio, de la familia, de los colegios y demás organismos e
instituciones.
Servir a la Verdad y defenderla
es el comienzo para restaurar todas las cosas en Cristo (instaurare omnia in
Cristo, expresa San Pío X). Fidelidad que descansa en las Cartas Encíclicas
Immortale Dei del papa León XIII y Quas primas del papa Pío XI, que nos ayudan
en la defensa de nuestro bien (la vida) y de las instituciones fundamentales
(el matrimonio, la familia o el culto público) como valores[4] y principios[5]
no negociables en el orden temporal, social y político, pues frente al
agnosticismo y el relativismo escéptico “hay que observar que, si no existe una
verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y
las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de
poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un
totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”[6].
[1] San Juan Pablo II, Carta
Encíclica Evangelium vitae, 21
[2] Mt. 22, 21; Mc. 12, 17; Lc.
20,25.
[3] Plinio Corrêa, Revolución y
Contra-Revolución, Asociación Tradición y Acción por un Perú Mayor, Lima 2005,
p. 31.
[4] El Papa Benedicto XVI,
siguiendo a San Juan Pablo II, sustenta como valores fundamentales no
negociables: “el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción
hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer,
la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas
sus formas”. Ver: Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum
caritatis, 83.
[5] El Cardenal Joseph Ratzinger
en su condición de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se
refiere a los principios éticos no negociables de la vida, el matrimonio, la
familia, la educación de los hijos, entre otros, en la Nota Doctrinal sobre
algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la
vida política, 3.
[6] San Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus annus, 46.
[6] San Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus annus, 46.