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El bien común como finalidad del derecho a la buena administración pública. Dos críticas al interés general



1.- Derecho, Estado y política en la Historia: breve aproximación

El ser humano es un ser social por naturaleza y en su ejercicio forma una comunidad de hombres con los que convive y coexiste.

Desde Aristóteles la política ha sido una actividad connatural al hombre. Es la physis (naturaleza) del hombre la que permite que se agrupe entre sus semejantes, entre hombres ejercen la libertad política para deliberar, participar y decidir sobre la res publica. Es la polis la ciudad de convivencia, pero coexiste al organizarse en el logos, construyendo un mundo simbólico a través del lenguaje. En el ágora el demos ateniense manifiesta el autogobierno en la magistratura en esa agrupación genera una unidad de hombres, en tanto homogénea es distinta a otra agrupación: lo político. La experiencia ciudadana está en lo cotidiano del debate político (Walzer, 2001, p. 158), en la identidad y responsabilidad que se genera al asumir una posición en la comunidad, en la forja de la philia (amistad) y la fides (confianza).

Por otro lado, el derecho se asociaba con la justicia particular y la distribución de bienes, propio de la justicia conmutativa o la justicia distributiva; sin embargo, ya en la Baja Edad Media, el derecho va asumiendo una dimensión subjetiva asociada a la moral, y donde el ius clásico comenzará a cambiar su acepción originaria del reparto o la acción por términos como dominium (propiedad), uso, libertas, demanda y facultas (Hernando, 2002, pp. 19-26).

Occidente asumió su forma desde la concepción teológica social del Corpus Mysticum, vinculado a la vida virtuosa en la fe y la salvación de las almas, y aunado a la concepción organicista comunitaria del mundo clásico greco-romano, otorgando base a la Cristiandad o la armonía entre la auctoritas sagrada de los pontífices y la regalis potestas de los príncipes, en las que Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat. Civilización cristiana (u orden cristiano) que tutela el bien común, síntesis inmanente (mutua ayuda entre los hombres) y trascendente (vivencia de la fe cristiana en comunidad para la salvación); es decir, la alianza entre el Trono y el Altar. En ella, siguiendo a Santo Tomás, se reconoce una ley eterna o el plan del Creador  que rige lo existente, identificado con la razón divina que confiere a cada naturaleza partícipe de Él una estructura esencial y un modo de actuar, de la que participa la ley natural que es expresión de las exigencias de la naturaleza humana, conocidas por la rectitud de la razón, y que le obliga hacer el bien y evitar el mal, cuya tendencia se manifiesta en la conservación del ser, conservación de la especie humana y vivir en la sociedad según normas racionales (Ponferrada, 1985, p. 154), emanando bienes propiamente humanos como la vida, el matrimonio y la familia, y la búsqueda de la verdad; es decir, derechos naturales propios de la condición humana de la persona.

Para negar este orden cristiano se instaura la Revolución y su causa en el orgullo que lleva al odio o negación del orden metafísico y religioso, propio del liberalismo; y la sensualidad, cuya rebeldía aboga por el igualitarismo contra toda ley divina, humana, eclesiástica o civil (Correa, 2005, p. 31); es decir, la revolución protestante, la revolución francesa, la revolución comunista y la revolución sexual, que nos acontece.

Asimismo, la ciencia social, especialmente en la enseñanza y estudio de la política, se regocijó en la proliferación de los hechos o acontecimientos políticos que irrumpen en la Historia, mas no realiza una valorización de esos acontecimientos. Herencia de Francis Bacon, quien en el siglo XVII abrió el camino a la Ciencia Empírica e Inductiva, y criticó el Método Científico Deductivo, iniciando así un estudio basado en la constatación que regiría como verdades absolutas. Esta Ciencia Positiva pasó a la Política y originó la Ciencia Política en reemplazo de la Filosofía Política. Aquélla distinguía los hechos y los valores, y profesó que estos dependían de los individuos, mas no pueden existir valores colectivos o una verdad colectiva, para pasar luego a establecer leyes colectivas. Así, la búsqueda del mejor régimen político o la participación del hombre en la ciudad no son relevantes científicamente, sino que importa el estudio del poder (Hernando, 2002, pp. 203-205). De esta manera, la filosofía política fue reemplazada por la historia de la filosofía política, lo que significa reemplazar una doctrina que afirma ser verdadera por una visión general de errores más o menos brillantes. (Strauss, 2006, p. 19).

Más adelante, el Estado liberal parte de los derechos individuales a la vida, libertad y propiedad, como intereses que reconoce la razón desde una concepción subjetivista y cuyo consenso voluntarista es límite al ejercicio del poder, representado por sus organismos e instituciones bajo el principio de legalidad (Lancheros-Gámez, 2009, p. 250). “Bajo esta concepción se pretendía, legítimamente, que la igualdad en la aplicación de la ley, sumada al libre ejercicio de la autonomía privada, permitieran mejorar las condiciones materiales de vida” (Lancheros-Gámez, 2009, p. 250).

El Estado Social de Derecho “alude a una comunidad política en donde sobre las bases de la exigencia establecidas para el Estado de Derecho, se busca ´acomodar´ la convivencia dentro de un orden económico y social con vocación de plasmar la justicia social; y, por ende, genera una sociedad con igualdad de oportunidades para todos” (García, 2005, p. 147).

El Estado democrático no solo estaba garantizado con la presencia de la democracia representativa, sino en el uso del acceso a la representación de la ciudadanía y en la forma de tomar las decisiones, la regla de la mayoría.

En suma, se traslada el bien común por otras representaciones conceptuales, según los derechos individuales y la formas de organización política-histórica o formas de gobierno.


2.- Del derecho a la buena administración pública, el interés general y el bien común

2.1 El derecho a la buena administración pública y el interés general

El jurista español Jaime Rodríguez Arana señala, siguiendo la doctrina y las normas jurídicas europeas, que “(u)na buena Administración pública es aquella que cumple con las funciones que le son propias en democracia. Es decir, una Administración pública que sirva a la ciudadanía, que realice su trabajo con racionalidad, justificando sus actuaciones y que se oriente continuamente al interés general. Un interés general que en el Estado social y democrático de Derecho reside en la mejora permanente e integral de las condiciones de vida de las personas” (Rodríguez, 2008, p. 974). Es más, considera como principal característica a la centralidad de la persona, pues en este Estado de Derecho se está al servicio de la ciudadanía o mejora de sus condiciones de vida (Rodríguez, 2008, p. 977); sin embargo, el interés general, parte, creemos, de tesis racionalistas como la soberanía y la voluntad popular o el interés particular (bajo el ropaje de intereses subjetivistas y materiales dentro del progreso y la posmodernidad), porque se propone un interés general únicamente en el desarrollo de la sociedad y el libre desarrollo de la personalidad o la libre determinación individual; es decir, el interés general responde a las condiciones materiales y subjetivas (Rodríguez, 2010, pp. 30-31).

En sí, el interés general no acoge al bien que mueve la razón y apetece la voluntad, sino que considera cualquier interés humano como legítimo bajo el “ropaje” de derecho y por tanto no asume a la dignidad como su base, pues siendo la naturaleza humana el fundamento de la dignidad humana y condición de las inclinaciones naturales, es decir, fuente de bienes propios o propiamente humanos, el interés general quedaría sin ninguna base absoluta o medida de conductas (administrativas, legislativa y judiciales) que orienten a la sociedad políticas y sus operadores. Esta omisión abriría paso a la “ponderación de derecho” o el abandono de la justicia como virtud y el esfuerzo racional de determinar el contenido (delimitación) de esos bienes o derechos propiamente humanos, cayendo en el neo-constitucionalismo.

Así, el concepto “buena” en la administración pública alude a que no hay un presupuesto moral y objetivo; por el contrario, se equipara a cierta “buena fe” o “adecuada administración” y afines (acorde con los parámetros de eficacia y eficiencia) del Estado.

El derecho a la buena administración pública aún no está presente en los cuerpos normativos peruanos, pero sí en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional[1], que rige todos los poderes, órganos e instituciones administrativas o públicas de un Estado y su gobierno. No es exclusivo de los entes administrativos, sino que su atención está en los entes judicial y legislativo.

2.2.- El derecho a la  buena administración pública, el bien común y la legitimidad por el fin

¿Qué es el bien común? De acuerdo con el profesor Danilo Castellano, “el bien común es el bien propio de todo hombre en cuanto hombre y, por esto, bien común a todos los hombres. Un bien, pues, que no es público ni privado; un bien –además- que no viene dado por elementos o un conjunto de elementos exteriores al hombre, a veces extraños al hombre. Al contrario, es un bien intrínseco a la naturaleza del ser humano e inalienable. Es también el bien propio de la comunidad política, puesto que está constituida por hombres y otras sociedades humanas naturales (familia y sociedad civil) que existen en función de bienes del hombre pero que no se hallan en la condición de ayudar al hombre (cosa que la comunidad política hace principalmente con el ordenamiento jurídico justo) a conseguir el bien, que –por lo que respecta al tiempo- es la vida auténticamente humana, esto es, la vida conducida de conformidad con el orden natural propio del ser humano” (Castellano, 2013, pp. 24-25).

Al concebir este concepto de bien común, debemos partir por ese bien que es causa final de nuestras acciones. El bien es aquello a lo que todas las cosas tienden por naturaleza. La comunidad política es natural y no puede sino tener un fin natural; sin embargo, el bien propio (o propiamente humano) y el bien común coinciden en que es el mismo bien en el hombre y la ciudad. Este bien, siguiendo a Aristóteles, es la felicidad, pues, de acuerdo al filósofo político Leo Strauss “(l)a ciudad es una sociedad que comprende distintos tipos de sociedad más pequeñas y subordinadas; entre éstas, la familia o el hogar es la más importante. La ciudad es la sociedad superior y la más integral dado que apunta al bien superior y más integral que toda sociedad puede buscar. El bien superior es la felicidad. El bien superior de la ciudad es idéntico al bien superior del individuo. El núcleo de la felicidad es la práctica de la virtud y, en primer lugar, la virtud moral” (Strauss, 2006, p. 52). El hábito o disposición constante a realizar el bien es la virtud, y al ser bien también es fin de nuestra acciones. De allí que Aristóteles señale que el bien es lo que todos apetecen[2] y, según Santo Tomás, es apetecido por tener carácter de bien[3].

Ahora bien, siguiendo a Santo Tomás, el bien común tiene una dimensión inmanente y una dimensión trascendente. La primera se refiere a la mutua ayuda que existe entre los hombres y la vivencia en una comunidad política donde, en cumplimiento de sus derechos y obligaciones, debe establecerse el orden, la paz y la seguridad en justicia. Por otro lado, la dimensión trascendente del bien común reconoce a Dios como el bien supremo y el bien común universal (summum bonum et bonum commune). A Él se dirigen todas las criaturas racionales por su participación, imago Dei.

Por ello, el ser humano tiene una finalidad natural y sobrenatural o bienes propios que responden a su naturaleza y son constitutivos del bien común. Ellos son el bien propio de buscar el alimento y conservar el ser; el bien propio de la conservación de la especie humana[4]. De aquí también que podemos apreciar las inclinaciones naturales y los derechos naturales: vida, matrimonio y familia.

a) Primera crítica: la buena administración pública y el derecho a la vida

El bien común se conforma de bienes propiamente humanos (inclinaciones naturales o derechos naturales) que están presentes en el hombre per se. Uno de ellos es el derecho a la vida, a la existencia del ser humano, tan importante que condiciona el goce y ejercicio de los demás derechos naturales (libertad, integridad, culto religioso, etc.). Este bien propio permite al ser humano desarrollarse y realizarse hacia su perfección que requerirá conductas virtuosas de conservar su ser y respetar la vida de los demás en justicia.

En la actualidad, se pretende defender una legitimidad de la protección del derecho a la vida que no está en regular conductas justas en virtud de las inclinaciones naturales como fines naturales, sino en la mera libertad en clave de autonomía. Una libertad que no conoce verdad ni bien, y no está condicionada a la perfección; por el contrario, se sustenta únicamente en la voluntad o el poder de hacerlo sin más.

Esta libertad en el mero ejercicio es defendida por los promotores del aborto, la eutanasia, la eugenesia, la ideología de género y los derechos sexuales y reproductivos, a través de diferentes proyectos de ley o su aprobación misma, para después condicionar los actos administrativos de las instituciones públicas.
Por ejemplo, en el caso peruano, el Ministerio de Salud aceptó una sentencia del Poder Judicial que le ordena la distribución gratuita de la “píldora del día siguiente”, a sabiendas de que los laboratorios advierten su efecto abortivo.

La distribución de esa píldora obedece también al interés general de la salud pública (ajena a los bienes de la integridad moral y la integridad física) y se legitima únicamente porque emana de un órgano jurisdiccional (Poder Judicial) y ejecutoriado por un órgano administrativo (Ministerio de Salud); es decir, la legitimidad es por el ejercicio (autoridad o representatividad), donde se origina la decisión, mas no por el fin: la defensa del derecho a la vida (o conservación del ser).

b) Segunda crítica: la buena administración pública y el derecho al matrimonio y la familia

Una definición tradicional del matrimonio es la unión que forman un varón y una mujer, que en la complementariedad y distinción de los sexos, en la feminidad y la virilidad, está abierta a la procreación y educación de los hijos, y la ayuda mutua. Esta institución permite renovar las generaciones humanas para la perpetuidad de la especie y origina la familia nuclear.

En un Estado democrático y social de derecho abunda la posición pluralista y tolerante de la sociedad; es decir, la de valorar cualquier tipo de convivencia como igual a las demás (unión civil homosexual o “matrimonio” homosexual) y susceptible de derechos y obligaciones.

La legitimidad que se busca al regular este tipo de relaciones está en tutelar un interés individual o grupal para no ser discriminado socialmente, y quienes lo regularán serán los representantes políticos, a quienes se les traslada el ejercicio del poder político cuya titularidad reside en el pueblo soberano, donde están las parejas homoafectivas y demandantes de sus propios intereses, exigibles a funcionarios del registro civil, municipalidades y notarios públicos.

En un horizonte jurídico normativo, es deber del Estado que tutele en los padres el derecho implícito constitucional de determinar la educación moral (o filosófica) y religiosa de sus hijos. Aquí el Estado solo cumple una labor subsidiaria o secundaria. Por tanto, el Estado debe respetar y promover la identidad ética y espiritual del niño y su familia, y adecuar la formación educativa a ese derecho. Lo contrario es perjudicial para la unidad matrimonial y familiar, y la sociedad misma, pues generaría un Estado totalitario, promoviendo una ideología alejada de la realidad humana.

En este escenario, debemos advertir ya la ideología de género y el uso de la administración estatal de la educación para su difusión, porque este desconoce el derecho constitucional implícito escrito a favor de los padres y anula cualquier objeción de conciencia y desconoce la desobediencia civil (o derecho de resistencia) de los padres a respetar la identidad psicológica y biológica de sus hijos y la no separación entre estos por el "genero" o su "construcción social".

Este escenario sucede en el caso peruano. El Currículo Nacional de Educación Básica del Ministerio de Educación, ajeno al bien común clásico e instaurador de un interés general a favor del interés particular o aspiraciones de una minoría contraria a la importancia matrimonial y familiar en la renovación generacional.

Por esto, el interés general es una noción subjetivista en el sendero del progreso indeterminado, que no tutela la realidad moral y religiosa de la comunidad humana.




[1] Puede consultarse la siguiente jurisprudencia constitucional peruana, que para el caso se entiende como principio constitucional implícito de buena administración: Exp. N° 02976-2012-AA y Exp. N° 04293-2012-PA/TC.
[2] Ética a Nicómaco, I, c.1, 1094ª3.
[3] Suma Teológica, I, q.6, ad 2m.
[4] Suma Teológica, I, q.60, a5, ad 1m.
Aristóteles, Ética a Nicómaco.
Castellano, D. (2013). ¿Qué es el bien común? En Ayuso, M. (editor). El Bien común. Cuestiones actuales e implicaciones político-jurídicas, Itinerarios. Madrid.
Corrêa, Plinio (2005). Revolución y Contra-Revolución. Asociación Tradición y Acción por un Perú Mayo. Lima.
García, V. (2005). Teoría del Estado y Derecho Constitucional, Lima. Palestra.
Hernando, E. (2002). Deconstruyendo la legalidad. Ensayos de teoría legal y teoría política. Lima. Fondo Editorial Pontificia Universidad Católica del Perú.
Lancherros-Gámez, J. (2009). Del Estado liberal al Estado Constitucional. Implicaciones en la compresión de la dignidad humana. Dikaion, (18), 247-267.
Rodríguez, J. (2008). El derecho fundamental al buen gobierno y a la buena administración de instituciones públicas, Revista de Derecho Público, n° 113.
Rodríguez, J. (2010). El interés general como categoría central de la actuación de las administraciones públicas, Revista de la Asociación Argentina de Derecho Administrativo, n° 8.
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica.
Strauss, L. (2006). La ciudad y el hombre. Buenos Aires. Katz.