Ir al contenido principal

La triste esclavitud



César Sánchez Martínez




1

Según los Sicofantes Liberales que infestan el Perú de un tiempo a esta parte, nos estamos aproximando a convertirnos -globalización y crecimiento económico mediante- en algo parecido a una "sociedad moderna conectada al Mundo".

La modernidad que predican estos profetas secularizados es comparable al Apocalipsis de ciertas sectas pentecostales: estuvo antes, está ahora y será inminente en el futuro. Todo a la vez. Cabe recordar en este punto que las catástrofes más grandes de la historia nacional nacieron del prurito de refundar, modernizar o revolucionar. Los gobernantes más nefastos -desde el primero y quizá el más nocivo de todos, don Simón Bolívar- enarbolaron el estandarte de la modernización del Perú, proceso imprescindible según ello, para adecuarnos a los dudosos cánones del progreso de la Europa iluminista. Y así, la Patria Nueva, la Revolución Peruana y el Futuro Diferente. Es que nuestros "bienpensantes" siempre han cometido una grave error de diagnóstico con respecto a los problemas del Perú: considerar como señales de atraso lo que en verdad son simplemente las consecuencias del anterior "programa de modernización" que azotó el país, tan importado e inorgánico pero tan recubierto de los oropeles ilustrados como el que viene a reemplazarlo. Porque el Perú no es tanto un "país subdesarrollado" como uno en decadencia, similar al Reino Baldío del Rey Pescador cantado por Chrétien de Troyes en El Cuento del Grial.

Pero lo más triste de todo es que quienes debieran darse cuenta de estas cosas, quienes en la cotidiana reflexión sobre la realidad esencial de la patria y su relación con el mito del progreso liberal debieran discernir los signos verdaderos de las dos ciudades, prefieren cerrar los ojos y servir de furgón de cola apagaincendios a la gloriosa Weltanschauung del confeso izquierdista don Dionisio Romero.

Decía Chesterton que la mayor riqueza de la Iglesia Católica era librarnos de la triste esclavitud de ser hijos del siglo. Sepamos sus miembros aprovechar esa riqueza que es toda nuestra, porque nada sería peor que la triste esclavitud en una Babilonia ya sin reyes ni astrólogos, sino con puro mall, food courts chatarra, exotismos inauténticos, turismo de aventuras y demás excrecencias de "un lunes, señor Vallejo, un lunes cualquiera".



2

Nunca está demás agradecer a la Providencia el pertenecer a la descendencia piadosa aquella de la bendición de San Lorenzo de Brindisi (nos cum prole pia, benedicat Virgo Maria!) y de saberse en la buena compañía de San Francisco de Asís, Dante o incluso del genetista Jerome Lejeune, por citar a algunos representantes de la heteróclita cualidad de miembros del Corpus Mysticum de Cristo: la Iglesia.

Qué triste esclavitud sería la de aquellos soberanos del instante, que vienen de la nada y van hacia la nada, y que con ínfulas de libertad, sostienen tener sus propias ideas y pensar por ellos mismos.

Simplicidad no santa. Porque nadie bajo este Sol que no ha visto nada enteramente nuevo tiene ideas propias. Lo que dice el más imberbe de los insolentes cotidianos, con oropel de pionero e "iconoclasta", lo dijo de forma idéntica -aunque mucho menos pobre, ¡ay de esta Era de Hierro-! un hereje del siglo II. Y las "novedades" que pretende sacudir el edificio cristiano son simples reciclajes de mentiras viejas, que sorprenden a los filisteos ignorantes de este siglo, despojados de criterio y de imaginación por una educación improvisada y un incesante machacar de eslóganes vacíos. Mentiras antiguas que se remontan a una Serpiente más antigua.

Vemos a las masas juvenilizadas que buscan con entusiasmo apasionado la originalidad. Y de tanto buscar la originalidad, acabaron todos pareciéndose. Nunca antes se vio generaciones más uniformes; disciplinadas y clasificadas por la religión política del consumismo materialista. Nos dicen que abandonemos nuestra tradición y patrimonio por una vaga ética mundialista y pintan sus rebeliones como actos inéditos de coraje. ¿Rebeldía? No. Solo repetición inconsciente y obsesiva de lo que dice la Tele. Y ante la repetición inconsciente de los lemas de la Tele es siempre preferible la profesión consciente de las doctrinas seculares de la venerable Roma, aun desde una perspectiva estética, ética o meramente humana.

Oscar Wilde, quizá el hombre más agudo del siglo XIX, en medio de sus errores y trompicones, pudo al final darse cuenta que "el catolicismo es la única religión en la que vale la pena morir", escribiendo además unos versos memorables:

And here I set my face towards home
for all my pilgrimage is done
although, methinks, yon blood-red sun
marshals the way to Holy Rome.

(Allí volví mi faz hacia mi Hogar / pues creí haber llegado al fin / de mi peregrinación, mas el Sangrante Sol / señalaba mi camino a la Santa Roma)

Agradezcamos entonces, infinitamente, la posibilidad de tener contacto cotidiano con la Eternidad, si es que somos creyentes, o por lo menos haber tenido un humilde curso de religión, que nos familiarizó en algo con el sentido común, un bien tan escaso en estos tiempos.